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.El rostro del hombre estaba deformado por antiguas fracturas de huesos y surcado de cicatrices, y tenía los ojos enrojecidos, cubiertos por una tracería de venillas rotas tras una vida entera de combates.—¿Qué quieres del Salvaje? —inquirió con recelo.—¿Eres su secretario? —preguntó Hermógenes gentilmente—.¿Debería haberme dirigido a ti para pedir audiencia?El portero frunció el ceño, intuyendo la mofa en sus palabras pero incapaz de captar dónde residía.—¡Eres griego! —señaló el Proxeneta en tono acusatorio.—Así es —contestó Hermógenes con educación—.¿Eso significa que no se me permite entrar?—Dime, ¿para qué has contratado a Cántabra, griego? ¡Ni siquiera deja que nadie se la tire!—La contraté como guardaespaldas después de que me salvara del ataque de unos ladrones en la Subura.¿Puedo pasar, por favor? ¿O debo pedir a Cántabra que vaya a comunicarle al Salvaje que no me dejas entrar?El portero se apartó enseguida y Hermógenes entró cojeando.Cántabra enfiló sin más demora un pasillo estrecho semejante a un túnel que conducía hasta el corazón de la escuela, un patio de entrenamiento con el suelo cubierto de arena, rodeado por la mole de ladrillo del edificio.Una veintena de hombres con armadura corría al trote alrededor de otros diez que se ejercitaban con espadas de madera.Unos quince guardias armados con porras y azotes descansaban al sol contra la pared del fondo.Los corredores al principio ojearon con curiosidad a los visitantes sin detenerse.Entonces uno de los hombres se paró en seco.—¡Es Cántabra! —gritó.Al oírlo, todos se detuvieron, aunque algunos se mostraron confusos, y los hombres que entrenaban en el centro del patio se volvieron para ver qué ocurría.Un hombre robusto sin armadura, que al parecer había estado supervisando los ejercicios, se aproximó rápidamente con una amplia sonrisa.Llevaba una túnica sucia y un látigo pesado.—¡Vaya, querida Cántabra! —la saludó en tono meloso—.¡Has vuelto con nosotros! —Barrió con la vista la toga alejandrina y torció el gesto—.¿Qué haces acicalada como una puta griega?Levantó uno de los pliegues de la toga con la punta del látigo, y Cántabra retiró la tela con expresión ceñuda.—He regresado porque mi nuevo patrono necesita hablar con Tauro, Salvaje —anunció sin perder la calma.El Salvaje estudió a su nuevo patrono: Hermógenes notó que se fijaba en la costosa toga griega, las magulladuras y el pie vendado.Soportó la inspección por unos instantes antes de hablar:—Saludos.Soy Marco Elio Hermógenes de Alejandría.Lo que mi guardaespaldas dice es cierto: necesito entrevistarme urgentemente con Tito Estatilio Tauro, prefecto de la ciudad.Cántabra me ha asegurado que tú puedes presentarnos, si es que eres Gayo Nevio Saevo, y te ruego que lo hagas.El Salvaje entornó los ojos hasta que quedaron reducidos a dos rendijas negras en un rostro que semejaba una losa.—¿De qué quieres hablar con Tauro, griego?—De un asunto de suma importancia para él —respondió Hermógenes—.No estoy en condiciones de dar más detalles.Mi custodio está al corriente y considera que el prefecto debería ser informado.El Salvaje se volvió hacia Cántabra.—¿Qué diablos haces con éste? —inquirió, tan enfadado como asqueado.Cántabra se encogió de hombros.—Le estaban robando; lo socorrí; me contrató.Lo que dice es cierto, Salvaje.Por pura casualidad se ha enterado de una conspiración que al viejo toro le conviene conocer.Él no quería venir, pero lo he convencido.Pensé que eso sería más seguro que presentarnos en las dependencias de la ciudad.El hombre apodado el Salvaje la miró detenidamente, con los ojos aún entornados, dándose golpecitos en la pantorrilla con el látigo.Luego echó un vistazo a los corredores y los luchadores que se habían parado a observar.Hizo restallar el látigo contra los dos hombres más próximos a él, y éstos se alejaron a toda prisa frotándose el cuello y la rodilla.—¡Volved a lo vuestro! —gruñó el Salvaje, propinándole un latigazo a un tercer hombre que ya había arrancado a correr otra vez y que simplemente pasaba por allí cerca.—El viejo toro llegará de un momento a otro-dijo el Salvaje a Cántabra.Algo en su manera de pronunciarlo convirtió la palabra tauro, «toro», en un mote más que un apellido formal—.Le avisaré que quieres verlo.Más vale que se trate de algo que quiera oír, zorra.—La escudriñó por un momento más y luego mostró los dientes con un gesto que probablemente pretendía ser una sonrisa—.¿Seguro que no vuelves a alistarte?—No —contestó Cántabra rotundamente—.Ya te dije en su momento que prefería pasar hambre.—También dijiste que pasarías hambre antes que dejarte follar —replicó el Salvaje—, pero.—Apuntó a Hermógenes con el látigo.—Romano —intervino Hermógenes con fría formalidad—, puedo permitirme las mejores cortesanas.No necesito acostarme con mis guardaespaldas.El Salvaje volvió a clavar en él los ojos entrecerrados.Extendió el brazo y le tocó la toga de lino de Escitópolis con la punta del látigo.Hermógenes advirtió irritado que aquella familiaridad encerraba una amenaza implícita: «Soy un hombre alto, duro y fuerte y podría hacerte pedazos si quisiera.» Respondió con una mirada desdeñosa y otra amenaza implícita:—Admírala cuanto quieras —dijo, apartando la toga del látigo—.Me imagino que cuesta más que los salarios que cobran en un año los de tu ralea.«Soy un hombre acaudalado y poderoso y podría causarte más problemas de los que tú serías capaz de superar.»El Salvaje lo entendió a la perfección.Su rostro se ensombreció.—¡Ricacho cabrón! —masculló.Miró de nuevo a Cántabra—.Más vale que el viejo toro quiera escucharle, zorra, no digo más.Quitaos de en medio y esperad allí, a no ser que quieras entrenar.—No —contestó Cántabra y se dirigió a grandes zancadas hacia el lugar indicado, junto a la caseta de la entrada.No había donde sentarse, de modo que se apoyaron contra la pared de ladrillo y observaron a los gladiadores que corrían dando vueltas al patio y a los hombres del centro que se golpeaban y se lanzaban estocadas azuzados de vez en cuando por el látigo del Salvaje.Al cabo de un rato, éste ordenó a los hombres del centro que corriesen también y los sustituyó por diez de los corredores.—No hay mujeres —comentó Hermógenes tras un largo silencio.—Aquí están sólo los del primer turno —explicó Cántabra—.El primer grupo los mejores luchadores.Salen a entrenar temprano, cuando aún hace fresco.Todas las mujeres están en el cuarto grupo.Nosotras nos adiestrábamos más tarde.—¿Por eso Tauro suele venir temprano?Cántabra asintió con la cabeza.—Le gusta ejercitarse con uno de los mejores gladiadores para comenzar la jornada [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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