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.Por lo que recuerdo de las clases de latín, se trata de una muchacha sencilla, con poco espí-ritu y menos imaginación; sus facciones angulosas han comenzado a adquirir el aspecto bastoy desagradecido que exhiben tantas isleñas.Sospecho que la madre Isabelle le ha advertidoque tenga cuidado conmigo.Lo noto en sus miradas de soslayo y en sus respuestas evasivas.Sólo tiene diecisiete años.En su caso, Rosamonde es territorio ignoto.La juventud la une a lanueva abadesa, a quien imita servilmente.Ayer vi a Rosamonde por encima de la tapia del jardín de la enfermería.Sentada en unbanco pequeño y encorvada sobre sí misma, como si así pudiese ofrecer al mundo un blancomenor al que dirigir sus crueldades, parecía más desconcertada que nunca.Me miró, pero nome reconoció.Despojada de su rutina  el hilo delgado que la unía a la realidad , se muevea la deriva, sin rumbo fijo, y su único contacto con el resto de nosotras son la hermana que leadministra las comidas y la niña afable pero seria a la que han encomendado su cuidado.Esa visión lastimosa me enfureció tanto que esta mañana, durante el capítulo, planteé elcaso de Rosamonde.LeMerle no suele asistir y pensé que, en su ausencia, conseguiría influiren la abadesa. Ma mere, sor Rosamonde no está enferma  expliqué con tono humilde.No está bienmantenerla apartada de los pequeños gozos de los que todavía puede disfrutar.Me refiero asus obligaciones, a sus amigas.La abadesa me contempló desde el distante continente de sus doce años.120 JOANNE HARRIS La Abadía de los Acróbatas Sor Rosamonde tiene setenta y dos años  afirmó.Es evidente que para ella se trata deuna eternidad.Le cuesta recordar en qué día vive.No reconoce a nadie. Pensé que ahíestaba el quid de la cuestión.Seguramente era a ella a quien no había reconocido.Isabelleprosiguió : Está débil.Hasta la tarea más sencilla la supera.Es mejor dejarla descansar queponerla a trabajar en ese estado, ¿no? Sor Auguste, supongo que no le escatimarás ese des-canso bien merecido  acotó, y le brillaron ladinamente los ojos. No le escatimo nada  espeté herida , pero que la encierren en la enfermería porquees mayor y a veces hace ruido cuando come.Me pasé de la raya.La abadesa levantó la barbilla. ¿Has dicho «encerrar»? ¿Pretendes dar a entender que la pobre sor Rosamonde es pri-sionera? Por supuesto que no. En ese caso. Tardó unos segundos en volver a tomar la palabra.Las que queráisvisitar a nuestra hermana enferma podéis hacerlo, siempre y cuando sor Virginie considereque está lo bastante fuerte como para recibir visitas.Su ausencia de la mesa obedece,simplemente, a que se le ha asignado una dieta más nutritiva y comidas más regulares que alresto, en horarios más adecuados para su edad y condición.-Me miró sigilosamente-.SorAuguste, ¿eres capaz de negar unos pocos privilegios a tu vieja amiga? Estoy convencida deque, si vives tantos años como ella, te alegrarás de contar con ellos.La lagarta fue muy lista.LeMerle la tenía bien enseñada.Cualquier cosa que yo dijese pa-recería producto de la envidia.Sonreí y reconocí que me había ganado, pero por dentro esta-ba que trinaba de cólera. Ma mere, estoy segura de que a todas nos gustaría  repuse, y me alegré al ver quefruncía los labios.Pues bien, ése fue el final de mi intento de rescate.Lo cierto es que me había excedido.Durante el resto del capítulo la madre Isabelle me miró de reojo y me salvé por los pelos derecibir más castigos; opté por aceptar otro turno en el horno  tarea asfixiante, sucia y desa-gradable con ese bochorno sofocante-, con lo que pareció quedar satisfecha.al menos demomento.El horno es una edificación redonda y baja que se encuentra en el extremo más alejado delclaustro.Las ventanas son rendijas sin cristal y casi toda la luz procede de los enormes hor-nos situados en el centro de la única estancia.Cocemos en hornos de barro, como hacían losbenedictinos, en piedras planas calentadas al rojo gracias a los haces de leña que acumu-lamos debajo.El humo de los hornos sale por una chimenea tan ancha que avistamos el cieloa través de la boca y, cuando llueve, las gotas caen sobre los hornos abovedados y se trocanen vapor siseante.Cuando llegué, dos novicias jóvenes se disponían a preparar la masa; unaretiraba los gorgojos de una vasija de piedra con la harina, mientras la otra aprestaba lalevadura antes de realizar la mezcla.Los hornos estaban alimentados y a punto y el calorsemejaba una pared reluciente.Tras ésta se encontraba sor Antoine, arremangada, dejando aldescubierto sus antebrazos fornidos y enrojecidos; llevaba el pelo sujeto con un trapo que sehabía enrollado alrededor de la cabeza. Ma soeur.Antoine estaba cambiada; su mirada habitualmente afable y huera se había trocado enalgo más severo y decidido.En medio de esa luz roja resultaba casi peligrosa y los músculosde sus hombros anchos rodaron bajo la grasa cuando empezó a amasar.121 JOANNE HARRIS La Abadía de los AcróbatasComencé a trabajar.Amasé el contenido de las enormes artesas y coloqué las hogazas enlos hornos.Es una tarea difícil: las piedras deben estar uniformemente calentadas, ya que elcalor excesivo quema la masa, aunque deja crudo el centro, mientras que si es demasiadobajo las hogazas no aumentan de tamaño y quedan duras y densas como piedras.Trabajamosun rato en silencio.La leña crepitó y chisporroteó; alguien había puesto madera verde y elhumo era acre y desagradable.En dos ocasiones me quemé las manos con las piedras calenta-das y maldije en voz baja.Antoine no se dio por enterada, pero estoy segura de que sonrió.Acabamos la primera tanda e iniciamos la segunda.La abadía necesita, como mínimo,tres hornadas diarias, en cada una de las cuales se cuecen veinticinco hogazas de pan blancoo treinta de negro.A ello hay que añadir la galleta dura de invierno, cuando la leña es menosabundante, y los pasteles para guardar y para celebraciones especiales.A pesar del humo queme irritaba los ojos, el aroma de las hogazas era delicioso y noté que me hacía ruido elestómago.Advertí que desde la desaparición de Fleur apenas había probado bocado.Elsudor rodó por mi pelo y mojó el trapo con el que lo había tapado.También tenía la carabañada en sudor.Se me nubló fugazmente la vista, así que estiré el brazo para recuperar elequilibrio y me apoyé en la bandeja para el pan; el metal había comenzado a enfriarse, perotodavía conservaba el calor suficiente para chamuscar la delicada piel que hay entre el pulgary el índice [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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